Texto completo del pregón que dio Jose desde el balcón del ayuntamiento de Bogajo el día 27 de junio de 2014:
Señor
Alcalde, autoridades, amigos y vecinos de Bogajo:
Para mí es
un honor ser el pregonero de las fiestas de San Juan. Aunque creo que es un
honor inmerecido, me siento orgulloso de serlo porque aquí están mis raíces. Yo
nací en primavera y desde el primer verano empecé a respirar Bogajo. Con dos
meses ya era veraneante en aquella casa, que la hizo mi abuelo y donde ahora
vivo. Seguramente no fui el primer veraneante, pero es probable que sea el que
más veranos ha venido, porque no he faltado ninguno.
Quiero
dedicar este pregón especialmente a mi madre, que muy jovencita vino de maestra
a Bogajo y aquí se ganó el cariño y el aprecio del pueblo. Le hubiera gustado
mucho estar hoy aquí pero el viaje le resulta complicado y, además, mañana se
gradúa su nieta y también quiere estar. Eso sí, lleva un mes repasando a sus
alumnas, de hace sesenta años y recordando anécdotas de aquellos tiempos,
cuando en Bogajo la vida era mucho más difícil y las cincuenta niñas de la
escuela, y su maestra, eran increíblemente felices. Va por doña Gaby y por
Manolo, mi padre, que estará viéndonos.
Los
pregoneros que me han precedido han dado pregones magníficos, enraizados en los
sentimientos y vivencias de la niñez y de la juventud, sentimientos y vivencias
entrelazados de manera extraordinaria con todos los habitantes de Bogajo. Un
pueblo son su gente, sus fiestas, sus calles, sus casas, sus campos, sus
paisajes… paisaje y paisanaje. Como decía, el paisanaje ha tenido una fuerte y
magistral presencia en los pregones de años anteriores. Este año le va a tocar
al paisaje.
Desde
pequeño fui un apasionado del río y de las peñas de Bogajo. Seguramente a todos
los que aquí estamos nos enternecen y emocionan los recuerdos y las imágenes de
nuestra niñez. Ya de adultos los rememoramos y cuando estamos en esos lugares
se nos alegra el corazón y nos cambia la cara. También nos encanta y entusiasma
cuando, lejos de aquí, vemos campos que nos rememoran estos nuestros; esas
estampas y experiencias que tenemos acogidas desde niños en un lugar
inquebrantable en la memoria. Y no solo son imágenes visuales, como tal peña,
tal monte, tal valle, tal camino o tal árbol, también se trata de olores (la
manzanilla, los bayones del río, el heno segado, el pan recién horneado, …), de
sonidos (las ruedas de hierro sobre el empedrado, los chillidos de los cerdos
en los amaneceres de invierno, el arrullo de la tórtolas, las golondrinas del
balcón, el ángelus, …) y hasta de sensaciones como las manos engarañadas, los
pinchazos de los espiernos o la placentera paz del otoño en la dehesa.
Al hilo de
lo dicho, podemos pensar que la valoración de un paisaje depende de cada
persona, que cada persona tenemos una tabla de medir, según nuestros
sentimientos y nuestras propias vivencias. Eso es totalmente cierto. Pero
también se puede valorar de manera objetiva, para observadores imparciales,
podríamos decir. Y ahí estamos estupendos porque, en esto, Bogajo es un pueblo
privilegiado. No voy a decir que se trate de un lugar único, pero sí me atrevo
a decir que es muy poco frecuente encontrar tanta riqueza paisajística en un
territorio tan reducido. Podríamos jugar con los tópicos y decir que aquí el paisaje
es como los de Bogajo, delicado, es decir, elegante y exclusivo. Lo vamos a ver
ahora.
Voy a
comenzar hablando del relieve y sus formas. Empezaré por el punto más elevado,
allá, en la Brezosa. El punto más elevado de Bogajo se sitúa exactamente a 805
metros, en la ladera de la Brezosa, unos veinticinco metros menos que la
picuruta, que está en Villavieja. La Brezosa es un elemento destacado de
nuestro territorio y si nos fijamos bien está alineada con el Picón de la Mata,
el Sierro de Fuenteliante, el Teso San Jorge en Olmedo y, ya en Portugal, a
poniente, la Morofa, el monte encantado que nos manda el aire morofeño con su
lluvia. Todas estas cumbres alineadas, son de cuarcitas, cuarcitas muy duras
que han resistido la erosión mejor que las pizarras vecinas y por eso están ahí
brindando alturas y ofreciendo vistas magníficas y horizontes lejanos. Media
provincia se ve desde la Brezosa.
Si nos
fijamos más, veremos que esta patente alineación tiene una hermana más pequeña
adentrada en nuestro término. Es otra hilera de cuarcitas con resaltes más
apagados, que marcha paralela. En Bogajo va desde el teso de los Lambederos a
las cumbres del monte en la Bardera y más allá, en Campilduero, el teso de La
Silla.
Bien, pues
estas dos sierritas están formadas por los mismos materiales que, doblados bajo
el subsuelo, forman un profundo pliegue que acoge en su cuna los valles que van
desde la Jurdana a la Estación. Este relieve, con líneas de cumbres cuarcíticas
paralelas que encierran valles entre ellas, está descrito en los libros como
relieve apalachense. Nuestro paisaje apalachense es muy modesto, si lo
comparamos con el de los Montes de Toledo o las Villuercas, pero nos enlaza con
la cordillera de los Apalaches, al este de Norteamérica. Esto nos permite
imaginar cómo estas cumbres estuvieron enlazadas en tiempos remotísimos,
millones de años antes de que se abriera el hueco del Atlántico que nos separa
de América miles de kilómetros y nos sigue separando tres centímetros más cada
año. No me digáis que esto del relieve apalachense no es delicado, elegante y
exclusivo: vigila a Bogajo y… a Nueva York.
Hemos mirado
al sur, a nuestras cumbres, pero si hay un espectáculo que todos tenemos
marcado, ese es el que nos ofrecen las peñas. El berrocal de bolos graníticos
ocupa casi toda la mitad oriental y con mil y una formas (Peña del Pico, Peña
Resbalina, Peña del Hornito, Peñas del Millar, Peña Lobera…) forma parte de
nuestro acervo cultural. Este berrocal, con sus caos de bolas y cientos de
peñas caballeras está formado por los granitos de Villavieja, que son granitos
regularmente modernos. Porque en Bogajo tenemos otros granitos, vamos a
llamarlos granitos de Yecla, que son más antiguos y en gran medida están
plegados y rotos. Estos granitos se nos presentan de manera menos ostentosa y
dan mucha menor impronta al paisaje, aunque afloran en Cabeza Quemá y conforman
algunos parajes encantadores como el Vasito la Astilla.
Si
empezábamos en el punto más alto, ahora estamos ya muy cerca del más bajo, el
puente de Sieteojos. Exactamente es un kilómetro más abajo del puente. En
Sieteojos, el río deja a la vista estos granitos de grano fino, allí el agua,
tras saltar la pesquera del molino, deja un laberinto de peñas pulidas entre
las que, en agosto, cuando el río no corre, jugábamos de niños y aprendíamos a
conjugar el verbo esmostolar.
Y llegando
al río mis sentimientos se disparan porque lo he recorrido palmo a palmo, desde
Juantán hasta la fábrica de Gema. Nuestro río nos muestra dos ríos bien distintos.
Uno más espectacular y bravío, arriba, entre la Gejosa y Los Brazos, donde el
Yeltes, encajado en los granitos de Villavieja, ahonda caozos, da quiebros
jugando con las fallas que los rompen, labra cientos de marmitas de gigante y
esculpe un paisaje soberbio, como en el Salto del Lobo. El otro, el otro
Yeltes, tras dejar atrás La Isla, se vuelve más adulto, más sosegado y más
serio, pasa tranquilo la Ceña, recorre la Vadera, juega algo entre los
Pontones, recibe al Huebra en Riosvueltos y pasan juntos bajo el puente.
Y sobre este
singular soporte geológico crece la vida. En plantas y animales tenemos otro
tesoro. Quiere la fortuna que, justamente por aquí, se marque el límite entre
los territorios de la encina y del roble, lo que nos permite disfrutar de dos
árboles portentosos y de toda la flora y fauna que llevan asociada. Hacia el
suroeste, algo más lluvioso y con suelos algo más profundos, están los terrenos
del roble mientras hacia el este y el norte se encuentran los de la encina.
Nuestros robledales y encinares se entremezclan a veces y son adehesados.
La dehesa es
un ecosistema singular y muy exclusivo. Es tan poco frecuente en el mundo que
el término dehesa, sólo tiene traducción al portugués: montado. En todo el
mundo solo existe a ambos lados de la raya hispano lusa, de Zamora y Tras os
Montes a Huelva y al Alentejo, pasando por Bogajo. Para todos los que lo hemos
vivido desde niños, resulta un paisaje sereno y entrañable. Auténtico e
inmutable año tras año, siglo tras siglo. Increíble filtro de luces y colores,
paleta llena de matices, de paz y de quietud.
Pero aquí,
no sólo tenemos robles y encinas, además de algunos quejigos, alcornoques y
pinos, porque también tenemos estupendas fresnedas y tuvimos alamedas. Esos
lugares frescos, junto a regatos y valles. Toda la Ribera, la Fuente Santa, el
Bogajuelo, las Navas, la Robaldea, la Canaleja… están teñidos durante la
primavera y el verano por el verde brillante de los fresnos, que los llenan de
humedad y frescor. Fresnos que a muchos, cuando llegamos en el coche, nos
saludan en La Santa, entre las paredes de piedra que arropan la carretera y nos
dicen que estamos llegando a casa.
Y alamedas
¡ay las alamedas! La tupida alameda que rodeaba al pueblo, incluido el viejo
álamo que estaba aquí en la plaza, ya es recuerdo. Nos quedan los renuevos y la
esperanza de que llegue un día en el que puedan resistir la grafiosis. Ahora
nos preocupan los alisos, que se están muriendo junto al río; la mayoría ya
están secos y nos recuerdan la triste muerte de los álamos.
Todas las
primaveras nieva en Bogajo cuando las escobas tiñen de blanco los rivales. Y
también se salpican de amarillo cuando florecen los espiernos, los
arrancatudellos y las escobas rubiales. Los azules llegan por el Corpus. Los
espineros y gabanceras también ponen sus flores y así una sinfonía de olores y
colores recorre los campos mientras los cantos de jilgueros, mirlos, aceitunos,
chichipanes, agatachines, cutuvías y mil pájaros más, acompañan entusiasmados.
Y después llega el verano y los pastos se
secan y ya no están los colores y han cambiado los olores. Muchos ocres ocupan
los espacios de los verdes, y siguen las escobas y los árboles con sus sombras
y matices.
Por San
Bartolomé ya se empieza a mirar al cielo y algunos fresnos doran sus hojas y
comienzan a perderlas. Los prados vuelven a teñirse de un nuevo verde salpicado
por las flores violetas de los quitameriendas. Después maduran los malapios y
el aire se llena del aroma de los membrillos. Está llegando el frío.
Y con el
frío llegan los chorlitos y las aguzanieves y pasan a formar parte de un cuadro
vivo que cada mañana ofrece un espejo blanco y brillante.
Las cuatro
estaciones y el eterno rodar del tiempo, el eterno rodar del paisaje, el eterno
rodar de la vida por el que pasan las generaciones. Porque aquí también está el
hombre. Todo el término está marcado por las rejas, por las paredes de piedra,
los caminos, las carreteras, los puentes, los viejos molinos, los chozos, la
ermita, el antiguo ferrocarril…, mil y una huellas, por todas partes.
En este
punto, en la influencia del hombre en nuestros campos, hay un antes y un
después. No me refiero al paleolítico, cuando llegara aquí el hombre y trajera
el fuego, ni después cuando se empezaran a cultivar los campos. Tampoco fueron
los vetones, ni los romanos, ni los moros, ni los monjes del Pereiro, ni
siquiera la francesá, la guerra o la emigración de los 60. Ha sido la
concentración.
Si habéis
mirado las imágenes de satélite que nos ofrece internet, lo que más destaca de
nuestro término municipal son los nuevos y blancos caminos de concentración.
Ahí, nos la han colado. No dudamos de que estos nuevos caminos son mucho más
eficaces y cómodos que los viejos por los que se andaba a trompicones y a veces
los cegaban las zarceras. Pero, los viejos caminos tenían alma, tenían
historia, tenían duende y magia. Contaban en silencio una repetida historia de
idas y venidas. Si te parabas, sentías al lado el caminar de los bueyes, el ruido
de los carros y las conversaciones de los que antes pasaron, con sus alegrías y
sus penas, con sus ilusiones e inquietudes. El camino del Rayo con la figura
encorvada de Prudencio, el carril de Domingonegro con el sillón de la tía
Vitoria, las callejas de Detrás del Prao con el paso del tío Barreras o la
calleja Valdeburras, ya no son lo que eran, ya no son ni la sombra de lo que
fueron. Y así tantos y tantos lugares.
Junto a los
actuales caminos hemos puesto dos filas de alambradas, que a la mayoría nos
gustan poco, pero los tiempos obligan. Menos mal que se han mantenido algunas
viejas paredes y otras se han hecho nuevas. Pero muchos linderos han
desaparecido y con ellos gran parte de aquella imagen que componían un
entremezclado de tierras de cultivo, rivales, prados, cortinas, frejonales y
huertos con formas irregulares, separados entre sí por bruños y zarcerones, por
paredes de piedra y por algunos árboles. Este paisaje ajedrezado se conoce con
el término francés de bocage. El bocage tuvo un gran protagonismo tras el
desembarco de Normandía en la Segunda Guerra Mundial porque esos setos y
paredes fueron el refugio de numerosos soldados. Pero siempre lo habían sido y
siguen siéndolo para muchos animales y plantas. Esas paredes son un milagro de
biodiversidad. Cuando vienen los americanos se pasan horas observándolas
fascinados: las piedras se sostienen solas y entre ellas está metida la vida.
Allí no hay cosa igual, ni parecida.
La mayor
parte de ese magnífico entramado de paredes y linderos se lo ha llevado la
concentración por delante, a la vez que muchas tierras que, cada tres años y
según tocara la hoja, llenaban los campos con el dorado de los trigos, cebadas
y centenos.
Pero aún nos quedan lugares donde se puede
disfrutar de los viejos paisajes que mantienen el recuerdo vivo de aquellos que
estuvieron aquí antes que nosotros.
Cuando pienso
en los lugares auténticos, en los viejos lugares auténticos, vuelvo a recordar
los molinos, como el molino de mi abuelo, u otros como la Ceña, la Risa, el
Rayo, el Pesquerón o Caganchas. Sus cárcavas, pesqueras y caozos componen
rincones mágicos que aúnan de manera soberbia los tres elementos paisajísticos
que hemos ido desgranando: tierra, vida y hombre. Se trata de parajes
extraordinarios y sorprendentes que todavía son muy parecidos a como fueron
siglos atrás, a como los vieron tantas y tantas generaciones anteriores a
nosotros. Aquellos que, al igual que hacemos nosotros hoy, se reunían por San
Juan para celebrar la llegada del verano y pedirle al santo patrón por la buena
marcha de las cosechas.
Gracias San
Juan, gracias por habernos dado la riqueza inmaterial de tantos y tan variados
paisajes. De tan delicados paisajes. Gracias por el relieve apalachense, con
sus cumbres y sus valles, gracias por los imponentes granitos de Villavieja,
por los granitos de Yecla, por los dos ríos en uno; gracias por los encinares,
los robledales, las fresnedas, los escobunales, la dehesa, las paredes de
piedra, los antiguos caminos y hasta por los nuevos; gracias por el paisaje de
bocage, las fuentes, los puentes y los viejos molinos.
Gracias San
Juan por estos paisajes; pero gracias, sobre todo, por este paisanaje. Gracias por estas buenas gentes de Bogajo
que amantes de su pueblo, sus tierras y sus campos quieren ahora todos gritar:
¡VIVA SAN JUAN!
¡VIVA BOGAJO!
¡VIVAN LAS FIESTAS DE SAN JUAN EN BOGAJO!
Muchas
gracias
José
Manuel Rivero Martín
3 comentarios:
Enhorabuena José Manuel.Me enganchaste en el primer párrafo y encantado no pude desprenderme hasta el último.Cada paraje es una vivencia asociada a lo positivo,a momentos de valor incalculable...
Enhorabuena a José y gracias a Manolo por publicarlo. Desde Málaga un abrazo.
Encomiable gusto por la palabra bien dicha y la expresión bien afinada que hace que un simple pregón se convierta en un dulce alegato a la memoria y a los tiempos.
FELICIDADES
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